viernes, 13 de junio de 2008

Clorótica.


La luz de las ventanas era rojiza, el sol moría afuera. Se escuchaba uno que otro sollozo apagado en la sala. Su familia estaba sentada en las primeras bancas. Una de sus amigas se acercó al féretro y susurró algún secreto antes de sentarse. La ilusión del silencio era pesada y seca. Ella escuchaba todo, desde lágrimas reprimidas hasta las mechas de las velas quemándose. Oía el roce del vestido de su madre contra el traje de un desconocido, olía el alcohol en el aliento de él. Estaba desesperada pero quieta, no podía moverse. Su garganta le dolía de gritos atrapados y la desesperación se rompía ante su cara inexpresiva de lágrimas secas. Todos decían palabras pero realmente nadie le hablaba. La mareaba el penetrante olor del incienso, el olor del nunca más. Rodearon el féretro hombres tristes y lo posaron sobre sus hombros, pero ella permanece quieta y desesperada. Ahora el féretro descansa sobre el césped. Algo se desgarra dentro de ella cuando escucha la pala hundirse en la tierra. Y ruega, ruega poder abrir los ojos para que sepan que está viva.

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