jueves, 18 de febrero de 2010

Nuestras mañanas


Empieza con movimientos sutiles de mis brazos y piernas, uno o dos suspiros bajos. Despacio me deslizo del calmo sueño que estaba teniendo y te veo a través de las aberturas que, mis todavía durmientes párpados, me permiten. Sigues dormido.

Las líneas que forman tu cara lentamente van de borrosas a innegablemente existentes y para ese entonces he reunido suficiente conciencia como para deslizar la yema de mi dedo desde entre tus cejas hasta la punta de tu nariz; es un poco grande, pero te complementa. Estiro mis extremidades, desgarrando los últimos velos de sueño, tan despacio que casi me hace sentir como si estuviera bajo agua. Cuando arqueo mi espalda, reprimo la mitad de un gemido involuntario, cuidadosa de no perturbar la inamovilidad de tu cara. Me deslizo desde entre las sábanas tan delicadamente que cualquier observador seguramente me asignaría cualidades etéreas.

El frío del piso parece atravesar las plantas de mis pies y empujar mis poros hacia afuera mientras camino por el pasillo. La poca luz que se filtra a través de los paneles de colores de las ventanas de la cocina me hace sentir que he entrado a otra dimensión; como si peces dorados van a nadar fuera de la alacena cuando coja el café. Parches de colores resbalan por mis brazos mientras preparo todo para cuando escuche tu voz. Si entraras en este momento inventarías un nombre para la clase de criatura en la cual me ha convertido la cocina.

Una tajada de pan, untada en huevo, se desliza sobre la mantequilla derretida, haciéndome caer en cuenta de cuanta hambre tengo. Este olor familiar no tarda en llegar al cuarto, donde, estoy segura, sonríes. Sé que te encanta despertarte con el olor del desayuno.

Un par de tajadas de pan más tarde te escucho bostezar en el corredor. Entras y te sientas, pero no me viro. Siento como dos canicas de hielo azul recorren mi piel mientras tus ojos viajan de mi cuello a la parte baja de mi espalda. No me ves sonreír. Esta es una de mis partes favoritas del desayuno.

Siento la tibieza de tu cercanía mientras esparzo una pizca de canela sobre tu tostada francesa. Bajas tu barbilla a mi hombro mientras dices: “Eres dulce.” Me viro y sostengo tu cara entre mis manos; todavía no te has rasurado. Frotamos narices y, prácticamente, susurro “Sabes, hay una frutilla gigante donde debería estar mi corazón.”

Nos sentamos uno frente al otro en la mesa de nuestra cocina. Ahora los parches de color también te cubren. Estoy pensando nombres para nuestra raza nueva cuando me interrumpes, preguntando quién va a ir al trabajo en el dragón hoy.

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